William Adolphe Bouguerau |
Hace una semana vi a mi amiguita Blanca y aun no he salido de
mi asombro tras oír sus palabras a viva voz, como casi con enfado, cuando
desveló lo que era para ella uno de sus más ocultos secretos, al decir que yo, ―
mujer hecha y derecha que escribe estas letras―, era «su mejor amiga». No
se..., siento algo que no consigo explicar, está entre el asombro por la grata
sorpresa y la felicidad. Es una revelación muy hermosa si tenemos en cuenta que
los niños siempre dicen la verdad. Y Blanca, mi Blanquita, es de fiar. Ella
dice la verdad. Dijo que me llamaría por teléfono y me llamó, ¡y vaya
conversación! Parecíamos dos amiguitas de toda la vida.
Y es que...los niños son una
caja de sorpresas y al mismo tiempo el mundo para ellos está lleno de un sinfín
de misteriosas sorpresas.
La imaginación
de muchos deja boquiabierto a más de uno y he de reconocer que soy una de esas
víctimas alucinadas constantemente por el comportamiento de tales individuos.
Bueno... yo fui niña y tú también, así que sabemos de lo que hablamos.
Pero el niño,
la niña, por el ciclo de la vida va haciéndose mayor, y ya en la adolescencia
pasa de las ocurrencias del ingenio a la ʻsosa... cáusticaʼ por no decir sosez
porque esta palabra no existe. Ya la gracia vivaracha infantil se hace patosa,
muy patosa. Lo que más le preocupa por encima de todo es ese indeseable gallo
que sin piedad sale del corral y canta cuando no debe, o ese púber grano que
acapara la delicada tez empolvada de la feminidad. En fin, una injusticia con
todas sus letras; aunque después... claro, después, cuando todo ha pasado, uno
se ría recordándolo.
Pero en esos
momentos en los que no hay nada más que te preocupe que la metamorfosis de tu
rostro, en esos inolvidables momentos, el espejo, únicamente el espejo, es tu
mejor amigo. Ni perro-lobo fiel, ni gato que te maúlle, ni niño cansino de
vecino que entre piropos de agasaje. Sólo tu hermana o hermano y tu espejo.
Ellos, como Blanca, siempre dicen la verdad. Aunque... sin duda alguna... en
esta edad es mejor la fidelidad hacia el espejo que a tu propio hermano. Porque
ese infatigable compañero de juegos, esa personita con quien duermes toda la
noche con la luz encendida por si la ʻmano negraʼ aparece del water o del pozo del tío Martinito de agua salobre (a saber
qué haría allí el hombre en esas profundidades), sí, ese fraternal
personajillo, casi te rendirá culto con la sabia y maliciosa intención de recibir
de ti las lindezas de las que te creías poseedor. Puro interés aunque sea tu
hermano. Todos hemos sido hermanos o hemos tenido un amigo-hermano y sabemos de
lo que hablamos.
Mi pregunta es
la siguiente: ¿Por qué una vez pasado el tránsito pubertino (palabra inventada)
las personas no recuperan ese afán de niño por seguir descubriendo lo que le
rodea? Hay tantas cosas a nuestro alcance de las que podemos disfrutar como
niños y, sin embargo, no se aprecia o no se quiere apreciar, que por lo menos
yo me niego a desaprovecharlas: Hoja que cae de la parra me impresiona, pavo
que canta cuando el perro ladra me impresiona, verdina que cubre la encalada
pared me impresiona, caracol que sale de debajo de la maceta dejando estela
plateada me impresiona, miradas que sin palabras lo dicen todo me impresiona,
amigos que están y luego se van y quedan en ti me impresiona, el efecto del
amor, el efecto del dolor, el efecto del afecto impresiona. La impresión si va
unida al goce, y lo repito... unida al goce, hace que la vida tenga más
sentido. Y como hay más goces que sufrimientos, aunque los últimos tarden en
desalojar el alma, no deberíamos desaprovecharlos ni un momento.
Aun llueve,
¿cómo brillarán las hojas de mis plantas? Mañana, de día, iré a
mirarlas.
Esperanza
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