Quiso
el Sol, por fortuna, ser el anfitrión e invitarles a gozar de un primaveral día
de invierno en plena juventud.
Entre margaritas y jaramagos, dos
poetas con caballete y paleta en mano, marcaban sus pasos como versos cabalgados
por estrofas de verdes campos. Lejos, los arroyos buscando el río abriendo en
canal la tierra. En la cercanía agradables sonidos: Allá los cantos de las
tórtolas junto a los del zorzal. Un poco más cerca la perdiz en celo, y el
ladrido del noble galgo que, olfateante, asoma la cabeza por encima de los surcos
arados. A unos metros, la liebre, que interrumpe su quehacer, permaneciendo
quieta mientras gira sus orejas con ojos ávidos de madriguera.
Adormecidos
los dos por las caricias frescas en sus rostros del que mece las copas de los
árboles, deciden saciar el hambre entre las ruinas de lo que en su día fue una
hermosa y fructífera villa romana.
Frente a una antigua torre de vigía, vacía
en su interior, sin piso, sin escalera, como cuerpo desmembrado, descansaron
sus pies los caminantes, tomando por triclinio el ancho borde de la vieja
alberca del manantial.
El
almíbar de la anisada fruta, con la que saciaron el hambre, consiguió endulzar
más lo que ya era miel de cada uno. Y los dos, amantes de la naturaleza,
amantes de lo diminuto y lo más grande, cada uno con sus pensamientos, se
miran, sonríen, conversan, se bañan juntos en un mar de sabiduría.
Mientras,
la naturaleza continúa su faena. Abejas posándose sobre los estambres de las
flores, hormigas que portean en comunidad sus provisiones de bastimentos y,
detrás de ambos, sobre la ladera del monte que les cobija, hállese un pozo
sediento de donde asoma la muerte en forma de centenaria higuera, ya seca, de
ramaje negro y retorcido.
Comienza
a descender el sol, tomando la hierba la luz correcta para plasmar el momento
sobre el lienzo. Trazan pinceladas verdes que representarán el musgo, otras
cobrizas que harán él óxido de la piedra, el amarillo del albero, el rojizo de
las canteras, el blanco de la cal del pozo y el azul del cielo.
Desafortunadamente les llega la hora de
deshacer el camino. Los poetas, muy alegres, bajan por los senderos mientras
recuerdan canciones populares con paso apresurado a la vez que Selene enciende la luz del cielo.
Sigue el agua manando del pilar, a pesar
de no haber quién beba de ella. Siguen los naranjos dando frutos, a pesar de
que nadie se alimente de ellos. Sigue el cernícalo estático en el cielo aunque
no vea presa. El campo, la fauna, siguen esperando la vuelta de los poetas.
Pero hay más lugares que esperan, hay más bosques donde poder caminar al son de
cantinelas.
La tierra de la Libertad espera.
Esperanza
Quiso
el Sol, por fortuna, ser el anfitrión e invitarles a gozar de un primaveral día
de invierno en plena juventud.
Entre margaritas y jaramagos, dos
poetas con caballete y paleta en mano, marcaban sus pasos como versos cabalgados
por estrofas de verdes campos. Lejos, los arroyos buscando el río abriendo en
canal la tierra. En la cercanía agradables sonidos: Allá los cantos de las
tórtolas junto a los del zorzal. Un poco más cerca la perdiz en celo, y el
ladrido del noble galgo que, olfateante, asoma la cabeza por encima de los surcos
arados. A unos metros, la liebre, que interrumpe su quehacer, permaneciendo
quieta mientras gira sus orejas con ojos ávidos de madriguera.
Adormecidos
los dos por las caricias frescas en sus rostros del que mece las copas de los
árboles, deciden saciar el hambre entre las ruinas de lo que en su día fue una
hermosa y fructífera villa romana.
Frente a una antigua torre de vigía, vacía
en su interior, sin piso, sin escalera, como cuerpo desmembrado, descansaron
sus pies los caminantes, tomando por triclinio el ancho borde de la vieja
alberca del manantial.
El
almíbar de la anisada fruta, con la que saciaron el hambre, consiguió endulzar
más lo que ya era miel de cada uno. Y los dos, amantes de la naturaleza,
amantes de lo diminuto y lo más grande, cada uno con sus pensamientos, se
miran, sonríen, conversan, se bañan juntos en un mar de sabiduría.
Mientras,
la naturaleza continúa su faena. Abejas posándose sobre los estambres de las
flores, hormigas que portean en comunidad sus provisiones de bastimentos y,
detrás de ambos, sobre la ladera del monte que les cobija, hállese un pozo
sediento de donde asoma la muerte en forma de centenaria higuera, ya seca, de
ramaje negro y retorcido.
Comienza
a descender el sol, tomando la hierba la luz correcta para plasmar el momento
sobre el lienzo. Trazan pinceladas verdes que representarán el musgo, otras
cobrizas que harán él óxido de la piedra, el amarillo del albero, el rojizo de
las canteras, el blanco de la cal del pozo y el azul del cielo.
Desafortunadamente les llega la hora de
deshacer el camino. Los poetas, muy alegres, bajan por los senderos mientras
recuerdan canciones populares con paso apresurado a la vez que Selene enciende la luz del cielo.
Sigue el agua manando del pilar, a pesar
de no haber quién beba de ella. Siguen los naranjos dando frutos, a pesar de
que nadie se alimente de ellos. Sigue el cernícalo estático en el cielo aunque
no vea presa. El campo, la fauna, siguen esperando la vuelta de los poetas.
Pero hay más lugares que esperan, hay más bosques donde poder caminar al son de
cantinelas.
La tierra de la Libertad espera.
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